The end of F*** world apareció el año pasado como una de las sorpresas de la temporada. Una serie fresca, con una historia poco tradicional y una primera temporada muy corta, que favorecía el acercamiento de los que no tenían muy claro si les podría llegar a gustar una serie de comedia sobre un adolescente, que se cree psicópata, y que se escapa de casa con una compañera del colegio (también peculiar) con la firme intención de matarla. Gran parte del éxito residió además en la química de los protagonistas (Alex Lawther y Jessica Barden), muy creíbles en sus papeles, formando una dupla que podría terminar siendo cargante, pero acaba como todo lo contrario, consiguiendo que nos pongamos de su lado pese a que, a fin de cuentas, se trata de un par de mocosos, proyecto de obligados delincuentes por las circunstancias que se van a ir encontrando.
Pero en esta primera temporada hay otro elemento, mucho más sutil, que también contribuye a que la serie fluya como la seda, dotando de mayor intensidad e identidad a lo que estamos viendo en pantalla. Una banda sonora bajo las órdenes de Graham Coxon (guitarrista de Blur) que, como la serie, administra en el momento adecuado las pequeñas dosis indies, rock, country, jazz o lo que haga falta para guiar esta «road movie» con una selección de temas que colorean la serie al ritmo que esta dictamina.
Y no solo en lo que se refiere a los acordes que nos ayudan a intensificar el sentimiento en momentos de tensión, tiernos, o de transición que abundan en la serie, sino por algo mucho más difícil de conseguir, como es encontrar canciones donde no sólo la música es la adecuada para ese momento, sino que la letra también encaja a la perfección para describir lo que está pasando. Artistas como Hank Williams, Fleetwood Mac, Shuggie Otis, Janis Ian o los Buzzcocks van apareciendo en cada capítulo para cantarnos sobre el estado de nuestros protagonistas, casi como si la canción hubiera sido compuesta para ese mismo instante, encajando como un guante en el narrar de los hechos. La prueba final de tan buen trabajo es que hay momentos donde los diálogos podrían incluso desaparecer y tan solo letra y música serían la guía perfecta en el desarrollo de los acontecimientos, llevándonos de un lado a otro dando los mismos tumbos que los protagonistas.
Sin ningún tema memorable que se imponga sobre los demás, la música va pasando de forma casi inapreciable, pero dejando un sabor de boca inmejorable que sin duda ayuda a empatizar más con la historia. Quizás ayuda el aire nostálgico y melancólico que imponen en el ambiente casi todas las canciones que van pasando, un poco en contradicción con los diálogos toscos y hasta desagradables que tienen lugar en algunas ocasiones. Este contraste ayuda a mantener un equilibrio emocional, envolviendo la serie en una dinámica donde ni lo más pasteloso empalaga, ni las gotas de humor negro desagradan.
En resumen, un cóctel perfecto que da empaque a una gran primera temporada, que podría incluso haber funcionado como miniserie, pero de la que Netflix, visto el éxito, no se quiere desprender aun. Así que esperemos que la segunda temporada sea capaz de mantener el nivel de guión, y que la música siga siendo una perfecta compañera de viaje para Alyssa y James.